jueves, febrero 06, 2014

Me habla, me habla, me habla...

Hablar es mi fuerte, pueden afirmarlo todos los que me conocen. Hablo cuando quiero, cuando no quiero, cuando me despierto y hasta dormida, hablo con la gente, con mis mascotas, con el reflejo del espejo y, cuando no hay más nadie, hablo sola.

Hablo tanto que, a veces, no llego a enterarme de las opiniones de mis interlocutores, ¡porque no llegan a decírmelas! 
O me las dicen...y me acuerdo a los tres o cuatro días. 
Que vergüenza, en serio.

Pero como a todos, me llegó un momento en la vida en el cual me cuestioné si hablar tanto me traía algún beneficio. No soy Deepak Chopra, la gente no me paga [todavía] por hablar, discuto fuertemente por opiniones que expreso sin intención de siquiera reconocer posiciones opuestas - a veces, porque también me gusta tomar las posiciones opuestas ¡para alimentar más argumentos! - y me deja en muy mal lugar ser tan "entusiasta". 

Entonces, después de un larguísimo mes en el que hablé honestamente con Sebas, decidí dejar de hablar, sustituir las palabras por besos, abrazos, apapachos, apurruños, cosquillitas, sonrisitas y ojitos. Cada vez que siento que se aproximan frases largas e intensas, respiro y me las ahorro.

Sí, se siente como que te tragaras una 
cápsula de Omega 3 sin agua. 

Sin embargo, funciona. Parece que hablar menos y expresarme con gestos y actos cariñosos hace bastante bien a las relaciones, aunque para llegar a esto, el otro debe saber qué piensa uno, qué quiere. El secreto no es esconder nuestras palabras, es saber cuando se dijo todo lo necesario y las palabras que siguen en vez de sumar, restan.

Ahora lo miro y sonrío, sin necesidad de aclaratorias, 
porque él me escuchó durante varios años, 
sabe exactamente qué estoy pensando.


Y esto es lo que, seguramente piensa él [escuchar hasta el final]