Recientemente alcancé mi primer mes de treinteañera y confieso que me encanta. Primero, nadie me cree la edad, por eso soy sincera cuando me la preguntan. Segundo, he llegado a ese punto de mi vida donde "entiendo" a mi mamá y siento un deseo casi incontrolable de decírselo.
Claro, dije que el deseo es "casi" incontrolable, así que el momento de darle la razón tardará un poco porque no voy a darle esa satisfacción así, tan fácilmente...
Nuestra familia no tuvo características convencionales, en parte porque ella misma nunca lo ha sido, pero además, la libertad de ser sólo nosotros tres (Ella, mi hermanito Luis Armando y yo) hizo que la infancia y, por qué no, hasta la adolescencia nuestra, estuviera dibujada con otros colores.
En casa siempre hubo regalos sorpresa, de esos que aparecen porque sí: una buena nota en el cole, una buena noticia que celebrar, un logro alcanzado, una necesidad urgente de ánimo. Cualquier excusa era válida para recibir un paquete grande o chiquito que contenía algo especial.
En casa siempre hubo estrenos navideños y de año nuevo, estrenos de cumpleaños, estrenos de día del niño y hasta de día de Reyes. Y no hablo sólo de una camisa o unos zapatos, no señor, era la pinta completa de adentro hacia afuera y ¡TODO combinado!
En casa los cumpleaños eran súper importantes, con cantada de cumpleaños feliz antes de salir de casa, torta esperando en el colegio y en la casa, tarjeta en el regalo y permiso de acostarse tarde aunque fuera día de semana. Era tan importante que, durante años, le celebrábamos el cumpleaños hasta a las muñecas y se les compraba torta, gorritos y serpentinas.
En casa, y este es uno de mis primeros recuerdos, había incontables rollos de papel de camilla, que mi mamá usaba para que yo caminara con los pies pintados con tempera, siempre de un color diferente...
Pasábamos horas pintando y divirtiéndonos, incluso cuando accidentalmente una pared resultaba salpicada.
Con mi mamá, no había imposible artístico.
En casa se bailaba los domingos por la mañana y, si algún desafortunado accidente (como la ceja de Luis Armando atropellando al equipo de sonido) ocurría, mi mamá jamás apagaba la música. Se resolvía el problema, se curaba al herido (y se limpiaba el equipo de sonido, lógico) y seguíamos con nuestras coreografías. Aunque mi hermano se hizo más renuente a bailar, por razones obvias, mi mamá y yo lo seguimos haciendo por años.
En casa una cama matrimonial alcanzaba para tres personas que, a medida que fueron creciendo (y hablo de Luis A. porque yo tengo el mismo tamaño desde hace mucho) aprendieron a acomodarse y reacomodarse para compartir ese espacio. Ahí se hablaba de todo, hasta altas horas de la madrugada, sin respetar ni el descanso de los vecinos (que se tuvieron que calar nuestras risas) ni el nuestro.
En casa, en MI hogar, fui feliz siempre,
hasta cuando me parecía que no lo era...
Hoy, a mis 30 años, empiezo a buscar un espacio para construir mi propio hogar, donde tener mi propia "Despensa Mágica", donde poner música para bailar los domingos (por la tarde, porque la mañana es para dormir) donde decorar con fotos históricas y recuerditos de mi hogar venezolano, donde desordenar y después verme obligada a recoger porque nadie más lo hará por mí...
Y siempre estará la voz guía de mi mamá, diciendo cómo guardar el mercado, dónde poner el TV, cuándo cambiar de lugar los muebles y por qué no está bien acostarse en la cama con la ropa que usé durante el día.
Extraño a mi mamá, extraño a mi hermano... Extraño mi casa y sus costumbres... Pero sobre todo, extraño los momentos en que mi familia dejaba al descubierto su peculiaridad, pero siempre en privado, cuando estábamos solamente los Chatrán!!!