En realidad, voy sola en el tren.
Sí, el maquinista me acompaña desde su cabina, pero de los 5 vagones que conforman esta formación, sólo uno transporta a alguien: el mío.
Estuve a punto de bajarme, al cuestionar la seguridad de mi solitario viaje, pero necesitaba llegar a mi destino. Me tranquilizó la idea de que otras personas pudieran abordar en alguna de las 11 estaciones que me separan del final. Pero aún voy sola.
Parece increíble que un tren normalmente abarrotado de gente, hoy esté casi vacío, me asusta eso. Es como cuando Tom Cruise
despertó en una ciudad desierta, en Vanilla Sky.
Bien podría quitarme los zapatos, acostarme en el asiento, cantar en voz alta, bailar en el pasillo, pero no, temo que en la próxima estación sí aborde alguien.
Mientras, me obligo a disfrutar esta soledad, esta oportunidad de mirar con atención cómo es un vagón vacío, con sus asientos en más o menos buen estado, sus ventanas con vidrios ahumados, los sitios reservados para discapacitados, embarazadas y ancianos... "Podría sentarme en uno de esos" pienso, pero la fuerza de la costumbre puede más y permanezco en mi lugar. Sola.
¿Por qué nadie ha querido viajar hoy?, ¿Por qué voy sola? Trato de no asustarme mirando por la ventana, percatándome de que fuera de este tren hay vida, hay gente.
Este es MÍ tren y lo tomé a tiempo, ¡qué suerte!
Pero aún así, me pone algo nerviosa no tener a nadie con quién compartirlo. "Ahí, justo se subió alguien a otro vagón, ¿será que me cambio?". Bueno, ya no es MÍ tren, pero este sigue siendo MÍ vagón.
La presencia de otro ser humano me da una sensación de falsa seguridad, pero me basta para seguir el viaje más tranquila. Ahora, que sea él quien se haga las preguntas...